El sonido de la alarma le perforó los oídos como ninguna otra tarde. Llevaba menos de treinta minutos durmiendo, pero a ella le pareció que habían pasado horas. Abrió torpemente los ojos y notó su boca deshidratada a causa del tabaco y la falta de alimento. ¿Cómo podía haber permitido que su paraíso, su trocito de cielo, se convirtiese en un misero zulo oscuro y desordenado? Ni ella misma lo sabía, esta vez había perdido el control, pero de verdad. Le era humanamente imposible mover su cuerpo ni un centimetro y tampoco recordaba la última vez que probó bocado o había hablado con alguien sin gritos ni histeria. Se estaba hundiendo en aquella vieja cama y no podía hacer nada para evitarlo. Como si de una aguja se tratase, el miedo le punzaba cada poro de la piel. Tenía el cuerpo helado y sudaba a mares.
-Se apaga la luz. Fin de la función.
Empecé a leer sin mirar el título. Luego ya entendí; y me acordé de alguien que una vez dijo que teníamos que morir siete veces en vida para aprender a morir.
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